Estamos frente a las puertas del mes en que el frío deja de atormentarnos y perseguirnos hasta en la cama. El sol empieza a entibiar el viento y se vislumbra algún que otro feriado, lo que significa que ya no sería de masoquista pensar en disfrutar de un fin de semana en contacto con un poco más de verde y aire puro. A modo de opción (o de advertencia… mejor de advertencia) narro una experiencia personal en materia de exploración turística de la provincia de Córdoba. Ocurrió en época de vacaciones; valga entonces para conocer la localidad mediante palabras, por hoy no tan verdes.
La entrada a Santa Rosa de Calamuchita se ramifica luego en tres caminos. Por la izquierda y casi continuando con la avenida de acceso, se va al centro. Hacia el frente, el “Puente de Hierro” es el acceso a la zona residencial, que no participa casi de las actividades relacionadas al turismo y que parecen hacerse invisibles cuando un turista pisa la ciudad. Hacia la derecha, carteles de chapa y escritos a mano, la mayoría, señalaban un camino de tierra, poco amistoso, que conduce a la zona de acampamento. Ese era mi destino. Lo que ocurre es que en mi presupuesto era limitado y debí ir a un camping..., bueno, en realidad, a dos.
Al llegar a Santa Rosa, la tarde de un viernes, me dirigí al camping Santa Fe, en donde tenía reservado un lugar. Había ido con mi pareja, con quien asentimos ante la pregunta del dueño del complejo de si entendíamos que “este es un camping familiar”. Su tono elevado nos hizo dudar un momento entre decir que si, o huir de lo que parecía ser la morada de un militar reprimido o en decadencia. Durante el único día que pasamos allí entendimos que ese no era el lugar indicado para relajarse y disfrutar de la naturaleza. El camping, repleto de carpas y trailers, tiene políticas de convivencia que, según mi percepción, impiden, por lo menos para la gente con intenciones vacacionales, una estadía placentera. La cuestión es que cerca de la medianoche, luego de la cena, decidimos jugar a las cartas en la puerta de la carpa. Comentarios propios de una partida cartas, y luego… “Callensé, que no dejan dormir!!!”, grito que despertó a quienes sí habían podido conciliar el sueño. Antes de ser expulsados la mañana siguiente, por las quejas de nuestros vecinos que no quisieron pagar un hotel, y pensaron que por pagar unos pesos los grillos iban a cantarles canciones de cuna, iniciamos una conversación con una nena de unos 10 años que estaba en el lugar con sus abuelos, y nos narraba apenada su malestar con la gente que administraba este camping, su aburrimiento y resignación. Eso de “familiar” a fin de cuentas, no lo entendí. Las familias también disfrutan de una conversación suave a horas de la noche.
A media mañana del sábado, encontramos lugar en el Camping Municipal. Las instalaciones eran menos confortables, y los baños y duchas, debían compartirse con miles de insectos. Sin embargo el ambiente, la gente, la convivencia, eran agradables. Nos recibió una enorme piscina, muy limpia por cierto, y con agua cálida. Fue inevitable; antes de armar la carpa otra vez, nos metimos. De hecho, la disfrutamos más que el río, al que fuimos a la tarde. El agua, fría, como en casi todo Córdoba. Una suerte de playa, pero de pasto, se encuentra a metros del Puente de Hierro. Allí fue que compramos un extraño muñequito a unos artesanos que pasaban por allí, hoy protagonista de un pseudo corto animado en pleno ideación. Atrás de esta “playa”, hay una explanada con un escenario semi-montado, en el que el fin de semana anterior hubo un espectáculo, y en el siguiente habría otro. Seguir mirándonos las caras no resolvería nada.
Volvimos al camping, cenamos, y nos dispusimos a visitar el centro de la ciudad. Una guitarra y dúo de voces muy agradables para ser amateurs, nos obligaron de demorar la salida. Era tarde ya, y nadie estaba gritandoles que se callen, sino que le pedían más y más canciones. En fin, los miembros de la improvisada banda de la carpa 23, cambiaron la guitarra por vino. Era entonces la hora de partir al centro de la ciudad.
Estábamos con ganas de caminar, por lo que rechazamos la invitación de una pareja que iba en auto, de llevarnos al destino establecido. El camino no es muy largo, pero si lo suficiente como para decidir que la próxima vez que no hagan una oferta similar la aceptaríamos. Una plazoleta circular, con un monumento a Santa Rosa de Lima, divide el camino que lleva al centro, de la calle que continua la avenida de acceso a la ciudad. Comercios de ropa, artesanías, recuerdos y bazares, parecían clonarse por decenas. Un bingo, una casa de pool y bowling, una confitería con música en vivo, y un local de juegos electrónicos, entre otras pocas cosas, ofrecen una opción distinta al mero comprar y comprar.
Volviendo ya al camping, luego de tomar un café escuchando en vivo salsa, tango y ¡hasta un cuarteto! (todo en el mismo local, valga la aclaración), y de distraernos en el pool un buen rato, nos llamó la atención un local, donde, en razón de los carteles, se podía jugar al bowling. El panorama parecía extraído de algún cuento bizarro, difícil de explicarlo con palabras. Un señor delgado, de camisa blanca, pantalón de vestir y moño, ambos negros. Parecía ser un mozo, pero poca importancia daba a lo que sucedía fuera de la zona de juego. Lanzaba continuamente la bola por la pista, lógicamente para intentar voltear todos los pinos. Pero todo allí era a escala. Todo un poco más pequeño que lo convencional, y de color marrón, un marrón entre elegante y aterrador. Ahora bien, había un detalle que era imposible pasar por alto. Los pinos volteados, no los acomodaba una máquina, sino que luego de cada bola lanzada, un niño bajaba de su pequeño escondite sobre la pista y colocaba uno a uno los pinos en su lugar. Subía nuevamente a su huequito, y esperaba a que aquel señor de moño, efectuara otro tiro. A todo esto, ya eran como las cuatro de la mañana. Intentando olvidar esta escena, que en realidad aún recuerdo vividamente, volvimos al camping municipal, para descubrir la carpa que olvidé cerrar, pero a la que no le faltaba nada. (Uf!)
La mañana siguiente nos enfrentó a una incertidumbre propia de quién se encuentra contando las monedas para el viaje de vuelta. Subir por una estructura para escalar, con arneses y dedos enharinados; o simplemente andar a caballo, opción ganadora por diferencia de cuatro pesos. Luego de un almuerzo en base a comida enlatada, y con el equipaje listo, aguardamos bajo un árbol, el colectivo proveniente de la Terminal, rumbo a Córdoba.
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